La
semana pasada nos había relegado la temperatura ambiente a las casas como si
todavía el invierno se resistiera a desaparecer y de pronto nos encontramos con
que este azul insultante y este calor que se mete en los huesos nos dice que la
primavera está en el ambiente y que no piensa esconderse por nada del mundo.
Nos sobra casi toda la ropa imprescindible y vamos soltando capas hasta
encontrar el cuerpo, la piel, que nos ordena salir a la luz para encontrarse
con el sol, que ya era hora.
Puede
que resulte un poco repetido, la edad no perdona y mis recursos no son
ilimitados, pero no puedo ignorar los dos elementos esenciales que en cuanto
salgo de mi casa se me meten por los ojos y me hablan de vida, de renovación,
de que algo muy fuerte se está moviendo y nos vuelve a ofrecer el espectáculo
de que el mundo se renueva y de que un nuevo ciclo está saliendo a la luz para
decirnos que el poder, el verdadero pode,
se mueve al margen de nosotros y
nos arrastra como un vilano más del mundo que es lo que somos y, si acaso. Lo
importante sucede a nuestro lado y, a poco que nos despistemos, ni siquiera nos
damos cuenta y, cuando queremos acordar, ya ha pasado. Yo tengo dos señales clavadas en
el sentido que son como dos faros inequívocas de que está la vida latiendo y
que hay que mirar y poner nuestro movimiento vital a su compás para convertirnos en uno más de los signos que la
vida ofrece: los jaramagos amarillos y omnipresentes que si nos descuidamos se
nos cuelan hasta en la sopa y la flor del cardo cuyo color me parece único,
intenso e irrepetible. Seguro que en los pequeños estos dos signos tienen un
reflejo que los hace partícipes de este milagro de vida que nos rodea.
Se une
el sol, su potencia y su provocación para que nuestros cuerpos se sometan a su
fuerza y para que permitamos que nuestra piel se doblegue a su poder y adquiera
un color específico y renuncie definitivamente a ese blanco pajizo del
invierno. También supongo que tiene que ver con las horas de luz, una vez que
hemos cruzado el equinoccio de primavera y ponemos rumbo al solsticio de verano
que nos espera en los últimos días de junio. Hoy mismo, sin ir más lejos y sin
que la lógica aparezca por ningún sitio, nos encontramos con una hora menos de
tiempo y una más de luz a la que nuestros cuerpos se tendrán que adaptar en los
próximos días. El argumento, completamente falaz a mi modo de ver, es que vamos
a ahorrar no sé cuantos millones de euros en electricidad pero lo cierto es que
con esta hora más de luz que, a partir de hoy ganamos, lo que dice nuestro
cuerpo es que renace la vida un año más y que quedamos invitados a participar
de este diálogo permanente que la vida nos propone y que yo he sintetizado en
estas dos humildes flores de los caminos que ahora se adueñan del paisaje y que
van a ejercer su dominio de color durante todo abril para convertirse el resto
del año en un testimonio seco de la abundancia que la vida ofrece y un peligro
de incendio constante a poco que nos descuidemos.
Este
año las previsiones son que el lapsus de nueve días de vacaciones de semana
santa se presenta reventando de azul y de sol y que para quien pueda, bien en
las playas o en las ciudades con las procesiones a las que nos hemos rendido
por completo tenemos ocupaciones para ejercer de antorchas de esta primavera de la sangre que
responde al reto de la tierra y que un año más se impone por encima de la
miseria y de la muerte. Desgraciadamente la seguimos teniendo presente, bien en
forma del avión estrellado en Los Alpes por un psicópata o por las guerras
sectoriales que se mantienen para que nadie olvide que también somos una
amenaza permanente para nosotros mismos y para el mundo. No sé si tenemos que
elegir pero la posibilidad es bien patente y debiera inclinarnos
inexorablemente.