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domingo, 26 de mayo de 2013

REGLAS


         Desde el principio de la vida los adultos se rigen por reglas a la hora de establecer un sistema de relación con los pequeños. Otra cosa bien distinta es que ellos lo puedan entender y asumir como un esquema de comportamiento. Han de pasar los primeros años, más o menos hacia los tres para que sientan que en la relación con los adultos hay toda una tela normativa que hace que las cosas se deban hacer de una manera determinada y que esa estructura de comportamiento puede ser previsible y en cierto modo, conocida de antemano.

         Las reglas por las que los comportamientos se han de regir no tienen por qué estar planificadas de antemano. Es más, la realidad de cada día nos demuestra con frecuencia que no es verdad y que los mayores se comportan con los pequeños de una manera determinada, más en función de su modo de ser que de una normativa elaborada de antemano. Lo que sí es verdad es que a través de ese sistema de relaciones que se va estableciendo con el tiempo a partir de la confrontación de las distintas maneras de ser van quedando como referentes unas determinadas repeticiones que terminan por convertirse en reglas objetivas a las que tanto los mayores como los pequeños terminan acogiéndose y usando para definir los límites y las posibilidades del comportamiento de unos y de otros. Y sin duda que eso es lo mejor que puede suceder porque de ese modo todos pueden reconocerse en las relaciones sin que ninguno se sienta al margen del proceso normativo.

         Estoy seguro que de una u otra manera ya habremos repetido esto en algún otro artículo, pero no me importa que lo repitamos porque se trata de una piedra angular en el proceso educativo. Las reglas son imprescindibles para articular un sistema de convivencia que pueda servir a pequeños y mayores, pero las reglas se han de cumplir por ambas partes para que cumplan su papel de orientación, de seguridad y de amparo de un sistema de convivencia adecuado. No me importa radicalizarlo más. Es preferible un pequeño que crezca sin normas a que las normas por las que se rija, hoy valgan y mañana no en función del capricho de los adultos. Sin normas se vive desorientado y buscando siempre algo a lo que agarrarse, pero con la norma pervertida lo que los niños aprenden es que ninguna regla vale porque son los mayores lo únicos que las definen y ellos siempre se encuentran fuera del proceso. Lo que hay que hacer es pues ir estableciendo un conjunto de reglas, no importa que sean pocas, cuantas menos mejor, pero que sean válidas para todos los días y tanto para los pequeños como para los mayores.


         Con frecuencia se produce un excesivo interés por hacer que los niños se den cuenta de que cada acto o cada proceso se rige por una serie de reglas y se intenta que las conozcan y que las respeten, pero de ese modo es fácil, incluso lo más probable, que los adultos llegue un momento en que ya no seamos capaces de garantizar la coherencia de tantas normas y un día u otro nos daremos cuenta de que ni siquiera podemos retenerlas en nuestra cabeza de modo que terminarán  por deteriorarse y por desaparecer o pervertirse en el comportamiento diario. Eso lo podemos notar en muchos niños que nos escuchan y nos damos cuenta de que no nos están oyendo sino que a través de lo que decimos ellos están elaborando una manera de zafarse y de hacer lo que quieren  sin tener que chocar con nosotros. Una manera de vivir al margen. Esta es sin duda la peor de las situaciones para amparar un proceso normativo que haga que los niños se entiendan mínimamente con los adultos y se establezcan entre pequeños y mayores unos códigos mínimos que se conozcan por ambos y se respeten. Repito que es preferible que exista una sola norma que rija las vidas y que se cumpla a que haya un conjunto de ellas que el tiempo y la desidia deteriore su cumplimiento.  

domingo, 19 de mayo de 2013

NORMALIDAD



         En todos los tiempos cuecen habas, no vayamos a creer. Hay que pensar lo que se dice un par de veces antes de dejarlo salir por la boca afuera porque una vez dicho es muy fácil que nos lo tengamos que tragar al poco de haberlo soltado.  Los adultos no toleramos fácilmente que nuestro menor sea una persona normal y corriente. Necesitamos que sea más guapo que nadie, más alto que nadie, más simpático que nadie, más algo que nadie para que nos permita justificarnos ante la naturaleza de haber echado a la vida una aportación excepcional.

         Sin embargo, cuando uno trata con un grupo de pequeños, enseguida se da cuenta de que lo que desean con más fervor es precisamente lo contrario: ser personas normales y corrientes, capaces de realizar las mismas cosas, de entender las mismas palabras, de participar en los mismos proyectos y de aspirar a las mismas metas. Es importante siempre estar cerca de los menores, escucharlos y seguir las pistas que cada día nos van indicando. Así será muy difícil que no desviemos de los objetivos adecuados, porque siempre andaremos cerca de las aspiraciones de los pequeños y podremos trabajar a favor de sus inclinaciones y de sus deseos. No quiere decir de ningún modo que los adultos tengamos que hacer lo que los niños quieran, no. Pero sí saber por donde están ellos más motivados para dirigirse y, dentro de lo posible, remar a favor de la corriente, con lo que las dificultades que nos vayamos encontrando en el camino, que nos encontraremos muchas sin duda, tendrán una solución más sencilla y más acertada porque contaremos con la colaboración de los protagonistas.

         En unos casos los familiares pretenderemos que destaquen por su guapura, por su destreza ante cualquier instrumento, por su fortaleza o por cualquier  particularidad pero ellos nos van a estar demostrando a cada momento que cuando mejor se sienten es cuando se les valora como personas sin más atributos, cuando se sienten miembros de un grupo de iguales que los acogen y los valoran por ser unos miembros más, sin que tengan que estar demostrando ninguna particularidad especial. Se puede comprender que la perspectiva no es muy halagüeña para los familiares que los rodean a cada momento y que en muchas ocasiones los agobian con atenciones innecesarias pero está bien que podamos entender que lo que nuestros pequeños necesitan de nosotros no son nuestras atenciones ni nuestras interpretaciones  de lo que les pasa sino que estemos a su lado y que los escuchemos en lo que ellos nos van demandando,  que es lo que verdaderamente necesitan de nosotros y ellos no pueden resolver por sí solos. Nuestro papel es fundamental en la crianza, pero siempre por detrás de los verdaderos protagonistas de su vida, que son ellos.

         Y es que el estado ideal de cualquier desarrollo es el de que se vaya produciendo cada cosa a su tiempo con normalidad: Que al año más o menos empiece a andar y a decir las primeras palabras, que a los dos años más o menos empiece a controlar sus esfínteres, que juegue con otros niños de su edad y que se sienta integrado en un grupo, que sienta la curiosidad de mover una cosa, de tirarse desde alturas razonables y guardar su equilibrio corporal, que escuche cuando se le habla y que nos responda con sus fantasías propias, que se sienta cómodo con sus amigos y que juegue con ellos cada día explorando su cuerpo y el de los demás y explorando también las incógnitas más elementales de la vida… A todo este conjunto de particularidades es a lo que podríamos denominar como normalidad y un desarrollo afectivo dentro de estos parámetros nos garantiza paz, estabilidad y armonía entre pequeños y mayores así como entre los pequeños entre sí. Si fuéramos conscientes de su valor huiríamos como de la peste de que nuestro pequeño se tuviera que señalar ni por razón de ninguna destreza especial ni por satisfacer nuestros egos si lo califican de superdotado por cualquier capacidad. La normalidad es el valor supremo en la educación. 

domingo, 12 de mayo de 2013

CRUELDAD



         Lo de menos es que se llame Isabella Barrett, que tenga 6 años y que lleve ya dos ganando todos los concursos de belleza a los que su madre Susanna, su principal asesora y la que vela por sus repletas cuentas bancarias, la presenta. Podría también llamarse Alana ´Honey Boo Boo´,  Eden Wood, Arancha, Stefy o sencillamente Mari Pepa o Wolfgang Amadeus Mozart, haber nacido en Estados Unidos, en Alemania, en España o en Pernanbuco. Todo eso es secundario y no afecta al contenido de lo que pretendemos decir.

         Lo que de veras importa es que tanto ayer como hoy hay niños que, por razón de su belleza o por su excepcional destreza en el manejo de una raqueta o de un instrumento musical, sus familias más cercanas, normalmente sus padres, se deciden a explotar comercialmente  haciendo de ellos verdaderos monstruos  de feria tipo la mujer barbuda o el hombre elefante y exhibiéndolos aquí y allá para morbo y deleite  de todo tipo de concursos, suprimiéndoles para siempre su infancia. En el caso de nuestro último fenómeno, Isabella Barrett, de la que nos han dado cuenta los periódicos esta misma semana, su madre y manager Susanna se llega a preguntar  si todo ese jolgorio lo estará montando en beneficio de su hija o en el de ella misma. Parece que lo resuelve de un plumazo y acalla su conciencia con el argumento de que la niña se lo pasa muy bien. En el caso de Mozart recuerdo que ya de mayor se lamentaba amargamente que cuando era un niño comía en la misma mesa que emperadores, príncipes y papas mientras que a sus treinta años, cuando verdaderamente era el músico más grande de todos los tiempos, tenía que comer en las cocinas con los criados.

         También en el caso de Issabella, esta niña americana que en estos momentos relumbra más que el sol, su madre Susanna argumenta como consuelo que en la cuenta corriente dispone ya de reservas económicas para asegurarse la solución de sus necesidades futuras de por vida. Y todo esto aparece en crónicas amarillas en las que uno al leerlas no puede interpretar con claridad si lo que hace el cronista es valorar la gesta del menor y su madre o pone en evidencia un caso sangrante de explotación infantil que los poderes públicos deberían atajar de raíz para proteger la dignidad de la infancia y para hacer que las familias desistan de las tentaciones de hacer de sus pequeños fuentes de explotación en su propio beneficio a cambio de  suprimirles para siempre su infancia, objetos de comercio con los que traficar, situación por cierto que no aparece para nada en el reportaje que nos ha servido de fundamento para este alegato en defensa de la infancia.

         Siempre me he preguntado si hubiera sido mejor que tanto Mozart como su hermana, que lo acompañaba siempre y de la que se habla muy poco, hubieran crecido siendo niños normales y corrientes aunque el mundo hubiera prescindido del genio de Wolfgang Amadeus antes que poder contar con su genio y saber que siempre fue un hombre resentido  e insatisfecho, incapaz de encajar su evolución personal. En el caso de Issabella no quiero pensar lo que tendrá que vivir cuando no sea capaz de ganar los concursos  de belleza, cosa que sucederá en cualquier momento. Desde luego sí tengo claro que ninguno de estos fenómenos forma parte de la lista de niños explotados laboralmente de los reportajes que periódicamente se nos muestran  con la intención de que este mundo mejore suprimiendo el trabajo de los niños. Diré para finalizar que hace unos años salió un anuncio de Iberia con ciento ochenta bebés que dibujaban con sus cuerpos la estampa de un avión. A esos bebés los llevaron encantadas sus madres y para hacer el anuncio tuvieron que pegarlos al suelo con los pañales durante el tiempo que duró la grabación porque de otra forma no hubiera sido posible.
         Socorro, por favor. Un poco de conciencia y de respeto por la vida y, en este caso, por la infancia.

domingo, 5 de mayo de 2013

RELACIONES



         La vida humana no vale lo mismo según donde nazcas. Sé que es muy cruel decir esto pero estoy convencido que corresponde a la realidad y pienso que es importante ser conscientes de que las cosas son así para no vivir en el limbo. Por eso interesa aclarar que cuando hablamos de relaciones entre padres e hijos, que es de lo que vamos a tratar, lo estamos haciendo aquí, en el primer mundo, en los primeros años del siglo XXI y en un contexto de crisis después de haber vivido unos años en los que nos hemos creído poco menos que los reyes del universo.

         Como primer punto nos vamos  referimos al hijo nacido y respetamos la decisión de la madre, dueña indiscutible de su cuerpo y responsable de aceptar el hijo concebido o no. Vaya, por tanto, ese punto de partida, que es el nuestro, para saber de qué hablamos, sobre todo en un tiempo, en este país de España, en el que después de tener en vigor una ley según la cual cada madre podía decidir si aceptaba al hijo concebido o no durante las primeras semanas de gestación, en este momento se vuelve a cuestionar y se pretende dotar al embrión o al feto de los mismos derechos que la persona nacida, con lo cual, la autoridad sobre el cumplimiento del embarazo deja de estar en la madre y pasa a las costumbres familiares, a las creencias religiosas o a las circunstancias políticas del momento, cosa con la que no estamos de acuerdo. Quede por tanto claro que partimos de una relación inicial con los hijos de aceptación libre del concebido por parte de la pareja, sobre todo de la madre. Esa es la primera relación entre padres e hijos que aceptamos como buena o como la mejor.

         Una vez nacido el hijo debe disponer, según nuestro criterio inicial, de la condición de deseado lo que le depara una crianza concreta que lo distingue de cualquier otro venido al mundo por alguna imposición interna o externa de los padres, sobre todo de la madre, que marcaría todo el proceso de desarrollo y lo diferenciaría claramente de nuestro recién nacido. Nuestro pequeño ha llegado a una familia que lo espera y que lo acepta, lo que indica que, aparte de las condiciones materiales en las que tenga que crecer, que ya de por sí le van a condicionar una vivienda y una forma de vida, su desenvolvimiento afectivo no va a enfrentarse a situaciones de rechazo profundas. Nuestro recién nacido se va a enfrentar a la vida con importantes apoyos del mundo que lo rodea. Esto no tiene por qué ser garantía suficiente para un crecimiento gozoso, pero desde luego me parece un requisito indispensable con el que todos los pequeños debieran disfrutar como punto de partida. Cualquier problema de aceptación inicial con el que tenga que arrastrar el recién nacido lo va a convertir por este mismo hecho, en una persona que va a vivir en un medio hostil, que no lo acepta y que va a tener que cargar, aparte de con las dificultades de cualquier tipo, con la de no ser querido, que le pesará todos los días de su vida.

         Por globalizar diremos que el mejor contexto para el crecimiento de un pequeño, respetando otros criterios, es el de poder crecer con otros niños en un ambiente de lo que entendemos como escuela en la que pueda gozar de una serie de atenciones materiales básicas: comida, limpieza, relaciones con iguales, descanso y vigilancia por un adulto responsable. Esta serie de atenciones mínimas pueden suponer un importante punto de partida para todos. Naturalmente que esto no significa en ninguna medida que cada uno después, en su desarrollo personal, no disponga de posibilidades individuales que mejoren o dificulten su vida, pero sí que es posible pensar que la civilización ha servido para algo y que nos puede haber permitido a todos unos mínimos aceptables para afrontar un crecimiento no exento de dificultades que habrá que ir superando poco a poco y que, a pesar de la base común,  nos va a hacer personas distintas con niveles de realización personal también muy diversos.